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Miquel Bordas Prószyñski
Publicado: agosto 08, 2021

SAN MAXIMILIANO:

UNA VIDA DEDICADA AL TRIUNFO DE LA INMACULADA

 

Todavía no consolidada su fundación japonesa, en 1936 sus superiores le piden que vuelva definitivamente a Polonia, siendo nombrado guardián de Niepokalanów. Los años siguientes, hasta que estalle la Segunda Guerra Mundial, con la invasión de Polonia por la Alemania nazi, serán el apogeo de Niepokalanów bajo la paterna y creativa dirección de aquel «loco de la Inmaculada». No sin problemas administrativos de todo tipo, San Maximiliano proyecta incluso establecer una radio y un pequeño aeródromo, para repartir con más agilidad las publicaciones que salen de las prensas de Niepokalanów. Pero su desvelo principal lo constituyen sus frailes: a ellos les dedica horas de enseñanza, que ha quedado recogida en sus admirables conferencias, en las que profundiza en el valor de los votos religiosos, especialmente la obediencia, al servicio de Aquella, la Inmaculada, que es Madre y Reina de Misericordia. Y es que la contemplación de la Inmaculada Concepción creada, inefable personificación de la Inmaculada Concepción Increada, el Espíritu Santo, nos impele a una consagración decidida de todo nuestro ser a Ella, para que seamos «cosa y propiedad» suyas; para que nos transformemos en Ella; para que seamos «Ella misma».

Alcanzamos así el final de este relato, escuchado de los cada vez más débiles labios de San Maximiliano, que se mantiene erguido entre sus compañeros presos de celda, alguno de los cuales ya ha cruzado el umbral de la eternidad. Al Cielo iré, entona con renovada fuerza San Maximiliano, antes de proseguir con su autobiografía oral. Les cuenta al resto de sus compañeros cómo los frailes en Niepokalanów fueron preparándose espiritualmente para afrontar la inminente contienda bélica mundial, estando dispuestos a todo, menos a perder su fe en la protección maternal de la Inmaculada. Tras la invasión nazi en 1939, los frailes fueron dispersados y algunos, con San Maximiliano, hechos presos, permaneciendo detenidos en distintos campos. Serían liberados en la Solemnidad de la Inmaculada de aquel año. Volvieron a un Niepokalanów arrasado por el ocupante. En los meses siguientes, tuvieron que adaptar su actividad, ya que los alemanes no les permitieron reanudar la editorial. Solamente le autorizaron editar un único número del Caballero a finales de 1940. Necesitados ellos mismos, los frailes dieron cobijo a numerosos refugiados, incluyendo a judíos. Por fin, San Maximiliano pudo hacer realidad su sueño: instaurar la adoración perpetua – «la actividad más importante». También empezó a escribir un libro sobre la Inmaculada, pero del que solamente pudo consignar algunas notas. Precisamente, mientras estaba dictándolas, el 17 de febrero de 1941 llegó a Niepokalanów un coche de la Gestapo, para llevarle detenido a la prisión de Pawiak en Varsovia. Allí permanecería, no sin dejar constancia de su fe ante los carceleros, hasta el 28 de mayo de aquel año, cuando sería transportado a Auschwitz.

La passion de San Maximiliano en Auschwitz bien merece otro artículo especial, si bien aquella ya era bien conocida por sus compañeros de celda. Frente a los intentos despiadados de los esbirros del Campo por aplastarle y reducirlo a un ser subhumano, resplandece en todo momento la santidad del fraile franciscano, que da testimonio de su fe, esperanza y caridad, tanto ante los internados en Auschwitz, como de los bestiales carceleros, a los que también ama y perdona de corazón. Él era «un sacerdote católico», según había manifestado sencillamente pocos días antes al romper filas y acercarse al comandante del campo Karl Fritzsch para lograr convencerle de que le cambiara por el puesto de Franciszek Gajowniczek.

San Maximiliano ha terminado su narración. Con él, solo quedan otros tres presos vivos. Empieza a musitar un nuevo rosario, que reza utilizando los dedos de sus manos. Se abre la puerta. Entra en la celda Hans Bock, el enfermero-asesino, urgido por sus superiores para adelantar la muerte de aquellos agonizantes. El mismo San Maximiliano extiende su mano para recibir la inyección de fenol. Al poco tiempo expira. Según refirió Bruno Borgowiec, encargado de retirar los cadáveres, «el padre Kolbe estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared, con los ojos abiertos. Su cuerpo estaba limpio y radiante». Era la vigilia de la Solemnidad de la Asunción, 14 de agosto de 1941. La misma Inmaculada había recogido el alma de su noble y fiel Caballero, el preso nº 16.670. Su cadáver fue incinerado en los hornos crematorios de Auschwitz y esparcido por los campos cercanos. Había hecho realidad su ideal: «trabajar, sufrir, vivir y morir por la mayor gloria de Dios por medio de la Inmaculada» – con un carisma especial que desde entonces ha encendido de amor apasionado a tantos discípulos suyos por la Madrecita Inmaculada: «sufrir, trabajar, amar y alegrarse» con y por Ella.

Meses antes, en la fiesta de San Francisco de Asís de 1940, les había escrito a aquellos hermanos que habían tenido que salir de Niepokalanów:

«La Inmaculada suscitó en nuestros corazones el amor hacia sí misma, un amor tal que nos impulsó a consagrarnos totalmente a su causa, es decir: la conquista de un creciente número de almas para su amor, o, para ser más exactos, la ayuda a todas las almas para que la conozcan y la amen, y se acerquen, a través de Ella, al Corazón Divino de Jesús, cuyo amor por nosotros lo impulsó hasta la Cruz y el Sagrario. Sin embargo, ¿cómo podemos ser apóstoles, si precisamente en nuestra alma el amor, en vez de arder cada vez más, va apagándose poco a poco? Oremos a menudo y con fervor, cada uno por todos y todos por cada uno, para que la Inmaculada nos preserve de una desgracia semejante».

Que, siguiendo el ejemplo de San Maximiliano, patrón de nuestros difíciles tiempos, como lo proclamó San Juan Pablo II, nuestra entrega sin límites a la Inmaculada nos lleve a configurarnos cada vez más con Ella y, así, con Cristo, convirtiéndonos en verdaderos apóstoles de los últimos tiempos, nuestros tiempos.