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Santa María del agua

 

Estamos ante el icono de la “Madre de Dios, Fuente de la Vida”. Según una antigua tradición, la Virgen María se apareció en las afueras de Constantinopla y señaló una fuente que había hecho brotar, milagrosa, cuyas aguas corrían por el bosque próximo. En el icono vemos un enfermo que bebe esta agua y queda curado ante la admiración del pueblo de Dios que contempla esta escena. Muy pronto se edificó allí un templo dedicado a la Virgen María. Algo parecido ocurrió en Lourdes. Es frecuente encontrar ermitas, santuarios, capillas o imágenes de la Virgen María junto a fuentes, ríos, estanques de agua. La devoción popular asocia con toda naturalidad el agua a la Virgen María y hasta la llama “Sellada Fuente pura de gracia y de piedad”.

Son muchas, muy variadas y muy sugerentes las advocaciones con que el pueblo cristiano invoca a la Virgen María; así intenta expresar lo cercana que la siente en sus necesidades y problemas. Siendo el agua un elemento tan necesario en la vida, no podía faltar la advocación de Nuestra Señora del Agua”.

La gota de agua. Tenemos agua en grandes masas, que llamamos mares, océanos; pero también tenemos agua a gotas, gota a gota. No despreciemos la gota de agua, como algo pequeño. Tiene importancia por sí misma. “Agua blanda, en piedra dura, tanto da, que hace corvadura”. “El que no atiende a la gotera, tendrá que atender a la casa entera”. Muchos edificios han fallado, no por los cimientos, sino por las goteras. No despreciemos lo pequeño simplemente por serlo. Una gota de agua acogida por una concha puede convertirse en una perla. “Si la gota de agua dijera: una gota de agua no puede formar un río, no habría océano”.

Los ríos. Hay agua de ríos. “Ríos bendecid al Señor”. “Él alumbró manantiales y torrentes; él secó ríos inagotables”. El profeta, emocionado, dice: “me mostró un río “. Qué maravillas son los ríos. Y cuántas cosas podemos aprender de ellos. El agua que discurre ante nuestros ojos nos recuerda la fugacidad de las cosas y lo transitoria que es nuestra vida. “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar, que es el morir”. A la orilla del río vemos con qué rapidez va pasando lo que lleva el río flotando. “Recuerde el alma dormida, avise el seso y despierte contemplando, cómo se pasa la vida, como se viene la muerte tan callando”.

Se viene la muerte, pero nuestra vida no termina, se transforma. El mar es el fin del río, pero la muerte no es el fin de la vida, sino el comienzo de la vida eterna. “Se acabaron la lucha y el camino, y dejando el vestido incorruptible, revistióme mi Dios de incorruptible”. La muerte no nos sumerge en el “absoluto anónimo”; la muerte nos lleva a Dios, que es la Vida. A él hemos de rendir cuentas de nuestra vida aquí. Pasemos esta vida haciendo el bien.

El agua del río está de paso, pero pasa haciendo el bien: “la tierra se sacia de su acción fecunda”. Solo hace daño cuando se desborda. Bien canalizada, se transforma también en energía eléctrica; al mover las turbinas de las centrales escalonadas a lo largo de su curso y apenas perceptibles. Qué energía sobrenatural puede producir, cuánto bien hace al mundo la “vida escondida con Cristo en Dios” de tantos hombres y mujeres consagradas al Señor.

Hay muchas nubes en nuestro caminar por la vida. Con estas nubes Dios nos quiere despistar. Dios no es algo nebuloso, anónimo, inasequible, inasible, un ideal huidizo, inaccesible,  una abstracción. Dios es amor.

La nube no aleja a Dios, no es signo de un Dios incomprensible, sino de un Dios inagotable. Lo incomprensible nunca dijo la primera palabra; lo inagotable nunca dice la última. Dios es infinito, inagotable.

La Virgen María, nuestra Señora del agua, es invocada por la Iglesia también como “Vaso”. El agua y el vaso están muy relacionados. Vaso, así, en general, es un recipiente, de cualquier materia y forma, apto para recibir y retener cosas y sobre todo líquidos. Según la Sagrada Escritura las personas somos “vasos” destinados por Dios para llevar el bien, para “dar de beber al sediento”. Las personas que así lo hacen son “vasos de elección”. Los injustos y fraudulentos se llaman “vasos pésimos”. Pero, todos somos “vasos de barro”, frágiles, que nos rompemos fácilmente, y tenemos que andar con cuidado. “No echéis en saco roto la gracia de Dios” nos dice el Apóstol.

Hemos de ser “vasos preciosos”. Los vasos son preciosos o por la materia y forma artística que tienen, o por lo que contienen, por el uso que se hace de ellos, o por la utilidad que nos reportan. El cristiano es un vaso de elección destinado por Dios a llevar el Evangelio por todas partes, a colaborar con el Señor en la obra de la redención del mundo. Grandes tesoros ha depositado el Señor en nosotros. No seamos vasos rotos que derraman el agua. ¿Para que sirve el agua derramada? El vaso recibe, retiene y da de deber el agua que guarda. Sea de la materia, que sea, qué maravilla el cántaro, el botijo, la cantimplora, la botella, la redoma, siempre a punto para que beba el sediento. La materia y la forma artística son valores añadidos, valores que sirven de muy poco para que uno que se acerca a ellos a beber y no contienen agua. No nos quedemos para nosotros mismos los dones que el Señor nos ha dado; en el darnos a los demás con amor encontraremos una gran felicidad.

El agua merece un gran respeto. Tiene sus leyes; cuando no se respetan, el agua, que es una bendición, se vuelve castigo, es vital, pero también letal; es refrescante y clara, pero se puede envenenar; da vida, pero también ahoga. No abusemos ni maltratemos ni desperdiciemos el agua. No malgastemos los dones de Dios, no juguemos con la vida. Con agua enjabonada se suele hacer burbujas y pompas que, “cuando de lejos se miran cautivan el corazón, / más se ve que nada son/cuando al tocarlas espiran”. El agua hecha granizo, en el suelo parece una perla preciosa; pero, al tocarlo, se disuelve en agua. Cuántas locas ilusiones son un “pedrisco” para el espíritu. Y “cuántos, por lavar quizás/las manchas de su consciencia, / empañan con insolencia/ el honor de los demás”. Seamos vasos de elección, portadores de la Buena Noticia.

En la Letanía Lauretana tres veces llamamos a la Virgen María “Vaso”: “Vaso espiritual, vaso venerable, vaso insigne de devoción”. Y lo hacemos con toda razón. Ella es vaso que contiene el maná que nos alimenta y encierra en sí toda delicia. Ella es vaso lleno del amor encarnado en su seno purísimo, Jesucristo. Fuente de agua viva, alimento sobrenatural. Ella es “Copa de salvación”, “Arca de la Nueva Alianza”, sagrario y custodia viviente, templo de la Santísima Trinidad, vaso insigne, virgen acogedora,  que nos enseña y ayuda a ser nosotros también acogedores, vasos llenos de agua, para saciar la sed de Jesús y la de todos los “sedientos”. “La Fuente sellada que brotó del Edén es la Santa Madre de Dios”. “Salve Fuente de vida y salud. Salve, Fuente que lavas las almas. Salve, oh, Copa que derrama alegría. Salve, oh, Santa Madre de Dios, Fuente de la vida”. 

Santa María del agua, ruega por nosotros.

(Citas extraídas del mencionado libro Sub tuum praesidium Sancta Maria, Mater Ecclesiae en las páginas 30 a 42, Editorial EDICE, Madrid 2016).

La Asociación Misericordia dio inicio en octubre pasado a una sección nueva. Se trata de transmitir regularmente unos preciosos pensamientos sobre la Santísima Virgen María de autoría del Obispo emérito de San Cristóbal de La Laguna, Canarias, Mons. Damián Iguacén Borau.
Este ilustre Prelado, fue el Obispo más anciano del mundo hasta su fallecimiento el 24 de noviembre.
Cuando Mons. Damián Iguacén cumplió cien años, la Conferencia Episcopal Española publicó un libro denominado “Sub tuum praesidium Sancta Maria, Mater Ecclesiae” que reúne una serie de escritos de D. Damián sobre la Virgen María, dedicados a las más variadas advocaciones y títulos de la Virgen por él ideados.
Por considerarlas de mucha utilidad para nuestros lectores, publicaremos regularmente citas de esos escritos de Mons. Iguacén en el libro editado por la CEE en la Editorial EDICE, Madrid 2016.